03 julho 2007

Brideshead 3

"A mediodía dejó de llover. Al atardecer, las nubes se dispersaron a popa y el sol irrumpió de repente en el salón donde estábamos sentados, volviendo superflua la luz artificial.
- La puesta de sol - dijo Julia- el final de nuestra compañía.
Se levantó y, a pesar de que el balanceo del barco no parecía haberse sosegado, me llevó arriba, a la cubierta de botes. Me cogió del brazo y puso su mano en la mía, en el bolsillo de mi abrigo. La cubierta estaba seca y vacía, barrida sólo por el viento que producía la propia velocidad del barco. Al avanzar con dificultad y lentitud, alejándonos de las motas que despedía la chimenea, nos vimos alternativamente empujados el uno contra el otro, luego separados, casi siempre del todo, con brazos y dedos entrelazados mientras yo me aferraba a la barandilla y Julia se agarraba a mí, de nuevo unidos con violencia, de nuevo desunidos; luego, un empujón más fuerte que los otros me lanzó sobre ella. La apreté contra la barandilla, manteniéndola alejada con brazos que la aprisionaban por ambos lados y, cuando el barco se detuvo un momento al final de su caída, como si quisiera recobrar fuerzas para remontarse, nos quedamos abrazados a la vista de todos, mejilla contra mejilla, su cabello cubriéndome los ojos. El horizonte oscuro de agua que ahora se desplomaba con brillos de oro, permaneció inmóvil encima de nosotros, y luego descendió veloz hasta que me sorprendió mirando a través del pelo oscuro de Julia un cielo ancho y dorado. Ella se vio proyectada hacia delante, contra mi pecho, erguida por mis manos sobre la barandilla, y con la cara pegada a la mía.
Fue en aquel momento, con sus labios cerca de mi oído y su aliento cálido en el viento salado, cuando Julia dijo, aunque yo no había dicho nada: "Sí, ahora" y, mientras el barco se enderezaba y surcaba momentáneamente aguas más tranquilas, Julia me condujo abajo.
No era momento de ternuras superfluas; éstas llegarían, en su momento, con las golondrinas y las flores de tilo. Ahora, en medio de las aguas revueltas, había que cumplir sin más una formalidad. Era como si se hubiera redactado y firmado un acto de entrega de sus estrechas caderas. Yo iba a tomar posesión de una propiedad que luego disfrutaría y ensancharía sin prisas.
Aquella noche cenamos en lo más alto del barco, en el restaurante, y vimos por los miradores cómo despuntaban las estrellas y cómo se columpiaban en el cielo de la misma manera que una vez - recordé - las había visto balancearse por encima de las torres y techos de Oxford. Los camareros prometieron que la noche siguiente la orquesta volvería a tocar y el restaurante se llenaría de gente. Sería mejor que reserváramos ahora, nos dijeron, una buena mesa.
-¡Dios mío! - exclamó Julia- ¿Dónde podemos escondernos durante el buen tiempo, huérfanos de la tormenta?"

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1 Comentarios:

Anonymous Anónimo said...

Esa derradeira frase: "huérfanos de la tormenta", que bonita.
Leliadoura.

4:53 da tarde  

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